En la vida existen muchas clases de sueños. Están los sueños que se forjan durante las noches; esos que cuando te despiertas y comienzas a recordarlos es inevitable que una sonrisa acuda a tus labios al recordar lo irracionales y caóticos que resultan.
Luego están los llamados sueños imposibles; esos que todos tenemos alguna vez y que aunque resultan inalcanzables para nosotros, nos ilusionamos con ellos e imaginamos que sería de nuestras vidas si algún día alguno de ellos se hiciese realidad.
Y después están esos sueños que surgen despacito, despacito, apenas casi sin que te des cuenta. Un día alguien comparte una pequeñísima idea y poco a poco, sin hacer ruido, se van haciendo realidad sueños que ni siquiera sabías que tenías. Para mí estos son los mejores, porque son los que se te cuelan en el alma y te tocan el corazón de una manera única y diferente. Y son de estos últimos de los que me gustaría hablarles.
Soy una alumna de Integración Social que como muchas otras se encuentra realizando sus prácticas en un colegio de Valencia, el Santiago Apóstol; centro educativo enfocado a una educación gratuita pero sobre todo inclusiva y de respeto a la diversidad cultural. La primera vez que entré en el colegio, estaba emocionada pero también muy nerviosa.
El colegio, debido a la zona donde se ubica, posee una mayoría de alumnado de etnia gitana. Recuerdo ir observándolo todo para intentar absorber lo máximo posible, verlo todo con ojos nuevos es la experiencia más bonita que se puede llegar a experimentar, y a mí el verlo todo por primera vez me pareció una sensación mágica. Fuimos visitando aulas, despachos, comedores, salas de profesores… y de repente, la sala de música. Me enamoré de ella nada más verla, fue inevitable; y estoy segura que cualquiera que la vea como yo la vi por primera vez le pasaría lo mismo, ame o no la música. Me enamoré de sus paredes repletas de notas musicales que te sonríen, de guitarras flamencas, de vestidos sevillanos, de fotos de Camarón; me enamoré de la magia que transmitía, de la paz que inspiraba, de su sencillez. Y quise formar parte de todo ello de alguna forma, y casualidades de la vida mi deseo se hizo verdad.
Me propusieron formar parte de la banda del colegio, banda que lleva funcionando varios años y que tiene como propósito principal hacer música de toda clase y épocas con la flauta como instrumento base; a la cual pueden acompañarle otros instrumentos dependiendo de las necesidades y el estilo a interpretar.
Yo, sinceramente, estaba aterrada porque nunca había dado música y el reto me parecía imposible, pero cuando ves a niños/as de todas las edades tocando juntos/as, a profesores, a voluntarios, a padres…te preguntas ¿por qué no yo?
Conforme pasa el tiempo vas observando, y lo más bonito con lo que te encuentras es el ver que todos se hacen uno; que trabajan en equipo, que se ayudan, que se respetan, que juntos llegan a crear cosas maravillosas, y esto es así porque todos tienen un mismo sueño; que no es otro que el de tocar y el de ser escuchados. Pero no es solo eso. De pronto, un día, ese sueño que empezó siendo muy pequeñito, se convierte en un sueño compartido por muchos. Colegios con alumnos sin apenas “nada” en común con nuestros alumnos, se dan cuenta que sí que comparten algo, y ese algo es la MÚSICA, y piden unirse a nosotros para que nuestro sueño también sea su sueño. Y gente que es ajena a todo ello pero conocedora de todo, también desea participar; músicos profesionales, alumnos de instituto… y el sueño poco a poco se va haciendo más grande y al final te das cuenta de que merece la pena SOÑAR.
Cuando un día alguien me contó la historia, yo me emocioné de verdad. Me pareció algo precioso y me pregunté ¿por qué no compartir este sueño con más gente? Y es por ello el porqué de esta carta.
Si queréis conocer algo más de nuestro proyecto de la banda, puedes leer aquí.